"...Hace mucho, mucho tiempo, cuando las
estrellas brillaban con más libertad, hubo un rey que conoció, a través de una Anjana,
el futuro que le esperaba a su patria.
Un día de primavera, este rey, llamado Orlard, fue a cazar acompañado de
su séquito por los agrestes bosques de Amnorian, el reino que gobernaba desde
hacía unos años. Orlard era un cazador mediocre, y persiguió durante un rato a
un ciervo al que creía malherido. Horas más tarde, desilusionado por no haber
cazado a ese ciervo, quiso regresar con su séquito, pero se había perdido.
Cansado ya de buscar, dio con un arroyo, y de pronto tuvo sed.
Cuando iba a hundir sus manos en el agua para beber, distinguió
reflejada en el río la temblorosa imagen de una Anjana que le observaba desde
la orilla opuesta. El rey se sobresaltó y se quedó mirándola un rato.
-¿Quién...quién sois? -preguntó algo nervioso.
-Soy la Anjana Denice, del río Amno -contestó-, y estáis aquí porque
vuestra vida y vuestro reino sufrirán un cambio profundo.
-Es interesante lo que decís, y me gustaría de veras escucharlo, pero he
de encontrar a mi séquito. Estarán muy preocupados.
-Tranquilizaos. He detenido el tiempo, así que no temáis por este
encuentro. Veréis, vuestra esposa la reina dará a luz un hijo en la noche más
oscura del año. Ese niño llevará en su mente una misión: cuando sea coronado
rey, levantará una gran ciudad allí donde una espada introduzca su filo en una
roca. Será una noche en que haya dos lunas iluminando la oscuridad. Antes, la
actual capital del reino, Amnorias, caerá en un cruento asedio a manos de los
Bárdalos, que descenderán del norte esgrimiendo látigos de fuego.
-Pero, ¿cómo podré detener esa amenaza? ¿Qué he de hacer?
-Nada. El Destino ya ha trazado su línea, y un Mortal no puede borrarla.
No olvidéis mi predicción, rey Orlard, o de lo contrario vuestro reino caerá en
las Tinieblas.
La Anjana desapareció y Orlard nunca supo más de ella.
Al
llegar la noche más oscura, la reina tuvo un hijo de piel cetrina y ojos negros
como las plumas del cuervo. Le llamaron Érgond. Ese niño creció, y con el paso
de los años se convirtió en un digno sucesor de su padre.
Tiempo después, Orlard, que estaba en las puertas de la agonía, llamó a
su hijo, al que todavía no había contado lo que le dijo la Anjana.
-Hijo, hijo mío -dijo con la voz quebrada-, ya eres un hombre, un hombre
que pronto será rey de Amnorian. Ha llegado el momento de confesarte algo que
llevo callando mucho tiempo, y que debes saber sin más tardar, pues veo la
muerte al fondo de esta habitación.
-¿Qué es, padre?-preguntó impaciente.
-Verás, hace muchos años...
Y Orlard le contó todo cuanto sucedió.
Días después, el rey moría en su lecho, al lado de su esposa, que lloró
amargamente. Toda Amnorias lamentó la muerte de su señor, pero estaba dispuesta
a recibir al nuevo monarca con todos los honores. Érgond fue coronado rey
cuando la primavera teñía de colores los campos de Amnorian, y juró defender el
reino hasta la muerte.
Sin embargo, pronto tuvo que demostrar si su promesa era cierta, pues
las hordas bárdalas invadieron Amnorian. El nuevo rey había preparado un
poderoso ejército capaz de frenar la amenaza que descendía del norte, pero el
enemigo arrasó a sangre y fuego el reino de punta a punta, y su capital,
Amnorias, quedó parcialmente destruida en un terrible asedio que duró años.
Érgond fue hecho prisionero, y cumplió su condena en los terribles calabozos de
Ordosh, la fortaleza-capital de los Bárdalos. Allí conoció a Brúnther, un
hombre de la raza de los Argundios, que el reino de Akadlath quería aniquilar a
toda costa. Entre los dos urdieron un plan que les permitió escapar cuando
estaban a punto de morir. El rey bárdalo Urlad, el Conquistador, mandó prender
a los dos fugitivos por todos sus territorios, pero no consiguió apresarlos.
Érgond y Brúnther llegaron hasta Amnorian, no sin antes librar algunas
batallas con los esbirros de Urlad. Al llegar se encontraron con un reino
devastado, donde los Bárdalos se movían a sus anchas y cometían toda clase de
excesos: robos, violaciones, asesinatos, etc.
Con los ojos cargados de furia, Érgond reunió a buena parte de su pueblo
y logró ocultarse en Duathelgand. Esta fortaleza, situada al oeste de Amnorian,
la levantaron los Argundios hace mucho, pero tuvieron que abandonarla cuando
los Bárdalos iniciaron sus incursiones en Argungör, el reino de Brúnther. En
Duathelgand, Érgond se hizo fuerte, y consiguió forjar muchas armas para
combatir al enemigo invasor.
Una noche, el dios Wot se le apareció en sueños a Érgond. Le dijo -o más
bien le ordenó- que no cumpliese la misión que le había encomendado su padre, y
si desafiaba su voluntad divina sería castigado. Por el contrario, si obedecía
su orden, le concedería la inmortalidad, y un lugar en los Sitiales del Agör,
donde se decide el destino de los mortales. Pero Érgond no aceptó las
condiciones del dios Wot, y a la mañana siguiente partió con Brúnther en busca
de una espada capaz de introducirse en una piedra. Consigo llevaría una escolta
de veinte hombres para que la misión tuviese más posibilidades de éxito.
La intención de Érgond era conseguir una espada sílfica, las únicas con
el poder suficiente como para penetrar en cualquier superficie. El viaje los llevaría
hasta el Bosque de Brand, situado en la Baja Cuma, al sur de las Tierras del
Sur. En tal bosque vivían los Silfos Blancos, poseedores de una magia propia de
dioses.
Iniciaron el viaje a finales de noviembre,
cuando el invierno acechaba ya oculto entre las Altas Montañas, cuyas faldas
mostraban la capa de fina nieve que la noche había dejado. Los caballos
avanzaron entre la escarcha, comandados por Érgond, que portaba su fría cota de
anillos parcialmente oculta por un jubón azul. A su lado iba Brúnther, que
llevaba las riendas de un hermoso corcel de la célebre Raza Orgullosa de
Amnorian. Por fortuna no recibieron ataques de los Bárdalos, más preocupados de
beber y organizar fiestas que de combatir.
El invierno se dejó sentir cuando se acercaron a las primeras
estribaciones de las Altas Montañas, el primer escollo que debían pasar. Unos
jirones blanquecinos se descolgaron de las nubes, barrieron toda la región y
dejaron tras de sí un palmo de nieve fresca que cubrió la débil escarcha.
Comenzaron a ascender por las lomas de la cordillera, zigzagueando; el frío era
muy intenso, y los caballos exhalaban vapor por sus bocas y narices. Pronto
tuvieron que dejarlos, pues no podían cabalgar por la nieve, que se acumulaba
en los ventisqueros en cantidades inmensas. Los nubarrones negros no
desaparecían para su desgracia, y descargaron una importante nevada que casi
los obliga a retroceder. Dos hombres murieron congelados, y ni siquiera
pudieron cavar en su honor una tumba, pues no podían detenerse y arriesgarse a
morir ellos también. Además, no había manera de encender un fuego, pues los
maderos que habían traído para tal fin estaban tan húmedos que ni las
llamaradas de un cúlebre los hubiera podido consumir.
Érgond pensó, sin duda, que Wot tenía algo que ver con aquello, y que de
alguna u otra manera había hecho reventar las nubes para que el camino les
resultara más dificultoso. Aunque pareciera que no terminaban nunca, las
montañas tenían un fin, un fin al que llegaron cuatro días después, en un verde
valle poblado de pinos y abetos por donde corría un arroyo de aguas límpidas.
-Allá abajo está Brand -señaló Érgond-. Recibiremos pronto su calor.
La compañía descendió por los verdísimos campos de la Baja Cuma. El País
de Brand no estaba lejos, aunque todavía tuvieron que enfrentar un nuevo
peligro: ojáncanos. Ninguno sabía de la existencia de estos seres tan al sur, e
inconscientemente se detuvieron a pasar la noche en un bosquecillo habitado por
ojáncanos, cuyas cuevas estaban bien camufladas. La compañía se percató de un
terrible hedor que venía de los alrededores, pero pensaron que se trataba de un
animal muerto. Bien entrada la noche, los ojáncanos salieron a cazar, como era
habitual en ellos. Portaban antorchas y enormes trancas armadas con una punta
de hierro capaz de desgarrar la piel de cualquier animal por dura que fuese.
Los soldados de Érgond dormían, y no habían puesto a nadie para que vigilara.
Los ojáncanos olieron la carne fresca y rodearon la zona. Al grito del jefe
atacaron sin compasión a los viajeros, que se vieron sorprendidos. La batalla
fue tremenda, y sólo diez hombres salieron con vida, entre ellos el propio
Érgond y Brúnther. Toda la noche corrieron sin rumbo fijo, y parte del día
siguiente, hasta que dieron con otro bosque, mucho más grande y sobre todo
mucho más hermoso. Era el célebre Bosque de Brand.
Los diez entraron temerosos, pues no se fiaban ya de nada ni de nadie.
Pronto unos Silfos los avistaron y salieron a su encuentro. Habían oído hablar
de Érgond y sus aventuras, así que los recibieron cordialmente. Allí conocieron
a los Señores de Brand, Erwieth e Isiim, que tantas canciones habían inspirado.
Al contarles el motivo de su viaje, no dudaron en ofrecerles ayuda. Forjaron
una espada para ellos, de nombre Lúthil, cuyo poder sólo era superado por la
legendaria Deswath, quizá la espada más poderosa que jamás ha habido en Rodania
(con permiso de Bétherend). Los Silfos Blancos los acompañaron hasta el puerto
de Terach, donde cogieron un barco para no tener que cruzar de nuevo las
montañas. Las velas de la nave que eligieron eran de hilos de oro, y los
amarres de plata; la madera recién barnizada estaba, y los remos la empujaban a
la velocidad del viento, que soplaba muy fuerte de poniente. Una terrible tormenta
se desató en pleno mar; las olas pasaban por encima del barco, y tuvieron que
recoger las velas para que no se rasgasen. Érgond no dudó que Wot de nuevo estaba
detrás de todo esto, pero no se rindió, aun cuando la nave giró sobre sí misma
y murieron tres hombres y dos Silfos. Érgond desafió a Wot logrando mantener la
nave a flote. Rodearon la Península de Ponthian y arribaron a las costas de la
Alta Cuma, cerca del Delta del Karonwath.
Habían tenido muchas bajas, pero el objetivo estaba cumplido. En
Duathelgand se hablaba de la muerte del rey y el resto de expedicionarios, pero
estos estaban ya en las proximidades del Lago Oscuro, donde la noche se les
echó encima. Entonces Érgond divisó en el cielo dos lunas de pálida luz, dos
luces que indicaban el lugar en el que debía nacer la nueva capital de
Amnorian, como así había predicho la Anjana y así su padre se lo había contado.
Érgond desenfundó a Lúthil, y, en la primera roca que halló, hundió su filo,
que al contacto con la piedra hizo que brotara una luz intensísima, tanto que
cayeron al suelo casi cegados por su resplandor. Cuando despertaron por la
mañana, vieron que estaban rodeados por un gran muro, y dentro del muro había
algunas casas y un palacio. La profecía se había cumplido.
Los Bárdalos se enteraron de la existencia de un foco resistente en
Duathelgand. Allí mandó Urlad a sus huestes, pues quería destruir todo poso
amnoriano que quedase en sus dominios. Pero Érgond llegó antes a Duathelgand, y
logró sacar a todos sus súbditos de allí y llevarlos hasta la nueva ciudad.
Cuando los Bárdalos tuvieron noticias del suceso, fueron a destruir la ciudad,
tanto era el odio que sentían por los Amnorianos. Todo el ejército cargó contra
los muros, pero eran tan grandes y poderosos que nada pudo derribarlos. Con las
armas que habían forjado tiempo atrás, los Amnorianos, dirigidos por su rey
Érgond, atacaron a unos desconcertados Bárdalos, que se vieron impotentes ante
la nueva fortaleza. Las lanzas y las flechas volaron; las espadas brillaron y
se mezclaron con la sangre. Tras varios días de lucha, los Bárdalos se
retiraron ante la rabia de Urlad.
En la nueva ciudad se celebró por todo lo alto la victoria sobre los
Bárdalos. Allí el rey bautizó a la ciudad con el nombre de Boluum, Ciudad Amurallada en Lengua Ancestral, y todos los
habitantes del reino lo aprobaron con júbilo. Así, Boluum se convirtió con el
paso de los años en la ciudad más importante del Sur..."
Sergio es un deleite navegar por tus letras, hermosa historia que nos cuentas, felicitaciones amigo, estrella fugaz.
ResponderEliminarSergio es un deleite navegar por tus letras, hermosa historia que nos cuentas, felicitaciones amigo, estrella fugaz.
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