miércoles, 29 de junio de 2016

En la rama de un árbol...

En la rama de un árbol vivía una hoja. Era una hoja como otra cualquiera; no tenía nada que la distinguiese especialmente de las demás. Bueno sí, era algo más pequeña que la mayoría. No se acordaba demasiado de su nacimiento, en el lejano mes de marzo; sólo que hacía frío, mucho frío, y que había caído una helada tremenda que casi la mata. Pero logró resistir, no como algunas de sus hermanas que no corrieron esa misma suerte.
       El árbol en el que vivía era un roble, un alto, frondoso y fuerte roble que crecía a la orilla de un río. Nuestra hoja residía hacia el medio, tomando la quinta rama a la izquierda si lo mirabas desde el sur; si lo mirabas desde el norte, obviamente era al revés. En esa gran rama, que salía del tronco principal, había otras muchas quimas, y en cada quima, cientos de hojas. Algunas estaban enfermas: o bien tenían una parte seca, o bien les faltaba un lóbulo, o por el contrario era su pecíolo el que se encontraba roto (éstas por lo general no solían sobrevivir muchos días). Pero la mayoría de las hojas gozaba de buena salud. La ilusión de casi todas era llegar hasta los primeros días fríos, cuando el helado viento del norte atacaba sin piedad los bosques caducifolios.

       Era por entonces el final del verano, una fecha en que las hojas de los árboles empiezan ya a ponerse guapas y se tiñen de vivos colores para recibir a su amante: el otoño. Todas estaban muy excitadas; las más madrugadoras, que por lo general eran también las más coquetas, se burlaban de las más tardías, a las que despreciaban. Se producían muchas veces verdaderas batallas entre estas hojas, y desde abajo se escuchaban las voces y los gritos en forma de susurros. Pero esto suele pasar desapercibido para nosotros, los humanos, que no vemos más allá de nuestras narices. Creemos que porque la madre naturaleza nos ha concedido ciertas ventajas sobre los demás seres vivos, eso nos da derecho a menospreciarlos y a pensar que de ninguna manera existen otras sociedades aparte de la nuestra. Las hojas precisamente nos observan, aunque no nos demos cuenta, y nos temen, nos temen muchísimo; somos sus principales enemigos, muy por encima de las orugas o los herbívoros.
       Pero continuemos con la historia de nuestra hoja, que todavía no se había preparado para la llegada del muchachote otoño. Su limbo era aún verde como la esperanza, y ello unido a su pequeño tamaño, la convertían en la burla de su rama.
       -¿A qué espera para teñirse? ¿A que venga una ventolera y se la lleve? –comentaban-. Hay algunas que están en los árboles por estar.
       Pero esto era, naturalmente, envidia. Envidia porque el roble la quería muchísimo, pues le solía enviar más savia que a ninguna. Entonces, si por la mañana caía rocío, entre todas las demás se juntaban para que no le llegase nada (el rocío de la mañana resulta una delicia para las hojas); y si a media tarde el sol calentaba de justicia, se apartaban con toda la mala leche del mundo para ver si le daba una insolación. Y luego se reían a carcajada limpia.

       Un día se levantó un viento terrible, casi huracanado. Todas las hojas se pusieron histéricas, chillando como locas, pues ninguna quería abandonar el árbol antes de recibir al otoño, que además aquel año parecía retrasarse. Nuestra hoja se aferró a su rama, pero como su pecíolo era tan delgado y débil, una ráfaga fortísima acabó separándola del roble y comenzó a volar y a girar.
       Al principio estaba muy asustada, pues temía estrellarse contra otros árboles, o contra el suelo, o contra el tejado de alguna casa, pero pronto le cogió el tranquillo y aprendió a controlar las corrientes de aire. Se elevó mucho, muy por encima de las chimeneas, y atravesó bosques monótonos e inmensos de árboles feos y malvados, de esos que llaman eucaliptos; y deseó con todas sus fuerzas no caer allí y pasar el resto de su corta existencia rodeada de tan crueles enemigos de los bosques caducifolios.
       Sin embargo, a medida que adquiría cierta pericia, pudo esquivar estos eucaliptos, y continuó su periplo por aquella región tan extraña para ella. Pero de pronto, el viento paró, y entonces nuestra pequeña viajera descendió en círculos lentamente. Aterrizó en el jardín de una casa, junto a otras muchas hojas que lloraban desconsoladas. La suerte se puso de su lado al caer cerca de un grifo que tenía una fuga, y así pudo alimentarse y vivir mucho más de lo que hubiera imaginado en un principio. Allí estuvo algunas horas, y conoció a varios humanos. ¡Por las ramas del ciprés, qué descuidados eran! Cuando caminaban, no se preocupaban de mirar al suelo, y nuestra hoja se salvó en alguna que otra ocasión de un aplastamiento casi seguro. Una vez incluso estuvo a punto de acabar en un cesto para ser quemada después, catástrofe esta que no pudieron evitar otras compañeras.
       Hasta ese momento no se había dado cuenta de que a su lado, a sólo unos veinte lóbulos de distancia, se encontraba otra hoja alimentándose del agua que goteaba del grifo. Tenía una pequeña herida en su limbo, pero le debía causar gran dolor porque se quejaba bastante. Nuestra hoja se acercó y se interesó por ella. Se hicieron entonces muy amigas, y ambas se contaron su historia. La otra hoja no estaba allí a causa del viento; bueno, en parte sí, pues hasta ese jardín la había arrastrado una violenta ráfaga de aire. Pero el responsable inicial fue un niño humano que la arrancó de la rama de su árbol natal, un gran castaño. Y aun así tuvo suerte, pues a las demás hojas hermanas con las que compartía rama les produjo desgarros irreparables. Suponía que ya habrían muerto las pobrecillas.

       Por la tarde empezó a levantarse de nuevo la brisa. Las dos hojas intentaron agarrarse a la hierba del suelo, e incluso, en un acto de coraje, juntaron sus extremos para hacer más fuerza. Su aspecto ya comenzaba a tener un tono marrón oscuro, y eso indicaba que el fin de la vida para ellas estaba cercano; pero aun así no querían separarse, pues de veras se necesitaban las dos. Sin embargo, pronto el viento comenzó a soplar con más intensidad, hasta que irremediablemente volvieron a volar. Lamento decir que se alejaron para siempre.
       Nuestra hoja sintió mucho desprenderse de la única amiga que quizá había tenido en su vida, y lloró amargamente, pero debía seguir adelante. Estuvo surcando el cielo casi toda la noche. Algunas veces, cuando la furia del viento se aplacaba, descendía lentamente en círculos hasta posarse sobre algún tejado o incluso algún árbol, pero esto pasaba enseguida. Con las primeras luces del amanecer, ya sedienta y cansada, nuestra sufrida amiga aterrizó encima de una piscina, que estaba situada en el extenso jardín de una gran casa. Al menos pudo alimentarse un poco, aunque aquella agua tenía un sabor ciertamente amargo. Hacia media mañana salieron al jardín los dueños de la casa, humanos por supuesto, y se tumbaron a tomar el sol; por allí rondaba también un niño.
       El mocoso se lanzó a la piscina sin mirar siquiera quién había en ella. Unas olas gigantescas se formaron entonces, y nuestra hoja fue engullida de pronto por aquella terrible Caribdis. Comenzó a hacer esfuerzos extraordinarios intentando salir a la superficie, pero se encontraba muy cansada luego de haber estado volando durante buena parte de la noche. Exhausta, agotada del todo, se dejó ir al fondo de la piscina. Pensó sin duda que ése era su fin, que ya nada tenía que hacer en este mundo. Sin embargo, el mismo niño que la había intentado ahogar pasó buceando muy cerca, y nuestra entrañable protagonista hizo un esfuerzo final para aferrarse a su bañador.
       El precoz nadador salió al rato de la piscina, y con él la hoja superviviente, que instantes después se despegó del bañador y fue a parar al suelo, donde seguía estando expuesta a un sinfín de peligros.
       Mientras, el niño le dijo algo a su madre:
       -Mamá, se me ha salido un hilo del bañador. ¿Qué hago?
       -Tíralo donde la ropa vieja, la del mes pasado, para dárselo a los indigentes.
       -Mamá, ¿qué es un indigente?
       -Un indigente es un pobre, esos seres a los que regalamos lo que nos sobra a los ricos para limpiar nuestra conciencia.
       -Mamá, ¿y qué es la conciencia?
       No hubo respuesta de la mamá.

       De repente, nuestra hoja advirtió una nueva y terrible amenaza que se aproximaba: una escoba, que portaba irresponsablemente una señora vestida de negro y blanco. ¡Zis zas! ¡Zis zas! Desde un lado hasta otro del inmenso jardín pasaba aquella escoba homicida, llevándose por delante todo lo que encontraba en su camino. Además, levantó tal polvareda que casi deja sin respiración a nuestra cansada compañera de aventuras, que en un nuevo arranque de coraje pudo esquivar las feroces acometidas de semejante ariete; y no solo eso, sino que con el aire que produjo la escoba al barrer, se elevó de nuevo y consiguió escapar de aquella prisión de tortura.
        Voló sobre los tejados de unas casas todas iguales; luego lo hizo entre altos edificios en los que incluso podía verse reflejada, y donde no había nada de verde: ni árboles, ni hojas, ni hierba. Y pensó sin duda que aquel era un lugar muy gris y triste, y tuvo miedo entonces de que el viento parara y la depositase allí mismo. Sin embargo, no sucedió así, y continuó volando y volando durante largo tiempo –o al menos eso le pareció a ella-, para más tarde descender delicadamente en un lugar mugriento, donde había también humanos; pero estos no tenían nada que ver con los que había conocido antes: estaban vestidos de forma distinta, con ropa sucia y rota, o llena de remiendos en el mejor de los casos. De pronto, sintió un terremoto a su alrededor, y al rato se vio, junto con otras muchas hojas, haciendo de cama para uno de esos humanos que moraban allí.
       A la mañana siguiente despertó al lado del humano. Sentía un frío gélido, y ni siquiera le aliviaban sus compañeras, que tenían tanto o más frío. Unos instantes después se oyeron unas voces. Varios humanos más se acercaron hasta el que yacía al lado de nuestra hoja. Parecían asustados. Le zarandearon pero no despertaba. Poco después se escuchó un sonido agudo, muy penetrante, y unas extrañas luces parpadeantes aparecieron tras él. Nuevos humanos más, éstos vestidos de blanco, se llevaron a aquel individuo que no había abierto la boca en toda la noche. Nuestra hoja se preguntó qué harían con él, si es que aún se podía hacer algo.
       Entonces, más tarde, un rugido ensordecedor se apoderó del lugar. Todo el suelo temblaba, como si fuera a abrirse una profunda grieta por donde se precipitaría nuestra querida amiga. A continuación surgió otro ruido muy diferente, como de una lluvia torrencial, un sonido éste que le era bastante conocido porque le recordaba las tormentas de verano. Pero al parecer no se trataba de lluvia, no: era una especie de chorro de agua que lo barría todo con gran virulencia; y la zarandeada hoja recibió el impacto directamente, elevándose del suelo unos cuantos metros hasta que de nuevo voló hacia las nubes.

       Y así pasaron las horas, y nuestra entrañable amiga siguió dando tumbos de un lado para otro, viajando entre hormigón y ruidos, descendiendo y ascendiendo según la fuerza con la que soplase el viento, contemplando rostros de la más variada índole, unos felices, otros tristes, la mayoría con expresión indiferente; hasta que, cansada, de veras exhausta, fue a parar al linde de un pequeño bosque, cerca del tronco de un joven abedul, que inmediatamente sintió cariño por la recién llegada. Haciendo una especie de cuenco con una de sus ramas, el abedul recogió un poco del rocío de la mañana y se lo ofreció, algo que nuestra querida amiga aceptó de buen grado, aunque de poco o nada le iba a servir ya a estas alturas.
       Pero no hemos de sentirnos tristes por este esperado final, pues con el paso de los días fue descomponiéndose, y eso sirvió para que el abedul comenzase a crecer alto y fuerte; así que nuestra sufrida compañera de cuento no murió en realidad, sino que su esencia, su alimento, pasó a ser la savia del abedul. Y cuando el abedul se secó muchísimos años después, también se descompuso, y sirvió a su vez como alimento para nuevos árboles y flores. Pues en la naturaleza nadie muere nunca de verdad.

El Viejo y el Mar

"(El viejo) Siempre decía: la mar, como la nombra la gente que la ama, como mujer. A veces los que aman hablan mal de ella, pero siempre como si fuera mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, que usaban boyas y flotadores para las cuerdas y que tenían planchas de motor, compradas cuando el hígado de tiburón les dio mucho dinero, le decían el mar, en masculino. Hablaban del mar como un contrincante, un lugar o incluso un enemigo. El viejo siempre la veía como algo femenino, que retiene o da grandes favores; si hacía cosas malignas o tremendas era porque no lo podía evitar. La luna la afecta como si fuera mujer, pensó."
Este es mi fragmento favorito de una de las obras más grandes de la literatura universal de todos los tiempos, El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway.
ARGUMENTO DE LA NOVELA
Santiago es un viejo pescador que arrastra una prolongada mala racha. Traba una amistad inquebrantable con un muchacho, Manolín, que también quiere dedicarse a la pesca. Ambos aprenden uno del otro: el muchacho bebe de la experiencia del Viejo, mientras que éste absorbe toda la energía de la juventud que destila su amigo. Los dos pasan el tiempo hablando de pesca y de béisbol. Un día, el Viejo se hace a la mar, solo, pues Manolín "ya estaba en un bote con suerte". Poco a poco, navegando en su frágil embarcación, se adentra en el mar. Su suerte de pronto cambia, y atrapa un enorme pez espada que, debido a su tamaño, no puede subir a la barca, así que lo arrastra como puede y lo ata a un costado. Pero el viaje de vuelta se hace tan largo que los tiburones acaban devorando la pieza ante la impotente mirada del anciano. Cuando llega a puerto, no queda del pez más que el esqueleto.
Se trata de una novela que habla de la lucha del hombre contra los elementos, contra la mala suerte y contra el mismo tiempo. Al parecer, Hemingway se inspiró para el personaje de Santiago en un pescador canario residente en Cuba, país en el que tenía una casa y pasaba largas temporadas.
EL AUTOR
Ernest Hemingway no fue un escritor muy prolífico. Empezó ejerciendo de periodista, trabajo que le llevó por varios puntos del planeta y a vivir dos guerras: la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Fue un gran enamorado de España y de sus tradiciones, que le sirvieron de inspiración para sus novelas Fiesta y El Verano Peligroso, centradas en el mundo de los toros. Pero tal vez sus obras más famosas sean Por Quién Doblan las Campanas y El Viejo y El Mar. Precisamente esta última fue decisiva para que ganase el Pulitzer en 1953 y, al año siguiente, el Nobel. Criticado tanto como alabado, se encerró en sí mismo, y en los últimos tiempos sufrió de alcoholismo y depresión. Según los que trabajaron con él, adolecía de disciplina a la hora de trabajar, aunque quizá eso lo suplía con un talento innato y una maestría sin igual en la redacción de textos que le valió el reconocimiento general contemporáneo y, sobre todo, póstumo. Se suicidó de un disparo en 1961.
INFLUENCIA EN MI OBRA
No se puede decir que ninguno de sus trabajos haya ejercido una influencia concreta en mis escritos. En cambio, el estilo de El Viejo y el Mar, alejado de toda retórica baldía, sí que me hizo en su momento replantearme mi manera de redactar y de corregir. Hemingway fue un maestro a la hora de reducir los textos a su mínima expresión, dejándolos en los puros huesos como el pez de Santiago. No encontraremos en este libro, pues, castillos gramaticales ni florituras del estilo de "que impúberes canéforas te ofrenden el acanto", verso de Rubén Darío que, dicen, Lorca se levantó cuando lo estaban recitando y protestó porque sólo había entendido el "que". Por tanto, a partir de leer esta obra inmortal, mi objetivo se centró en escribir con más sencillez, una sencillez tan complicada de lograr como agradecida de leer. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que hubo un antes y un después en mi estilo, y eso es algo que valoro y reconozco.

martes, 28 de junio de 2016

Mi amigo Eze

A los hombres y mujeres de la mar

Durante casi toda mi vida me ha gustado asomarme a la ventana de la mar para ver zarpar los pesqueros. En muchas ocasiones, desde el muelle, les suelo gritar:
       -¡Tened buena pesca, y volved pronto!
       Entre el ruido del motor, las propias voces de los marineros y los gritos de las gaviotas, dudo mucho que me oigan.
       La historia que voy a contar comenzó en uno de esos barcos. Mi amigo Ezequiel, a quien yo llamaba con cariño Eze, había decidido enrolarse en uno que pronto se haría a la mar.
       Eze era un mocetón alto y fuerte, de mirada tranquila y hablar pausado. Tenía un tatuaje en el antebrazo izquierdo, a la altura del pecho, que representaba un sol, debajo del cual podía leerse la siguiente leyenda: "aunque llueva, siempre saldrá el sol para mí". Era uno de esos tipos que suele haber en cada pueblo, tan noble que jamás emplearía su fuerza bruta para hacer daño a los demás. Le gustaba mirar siempre hacia delante, y no le importaba tirar del hilo para ver lo que encontraba al final. A veces, de repente, sin parar a pensárselo, se ponía en la cuneta de la carretera a hacer dedo y se iba a recorrer pueblos y fiestas, llevando únicamente en la mano una vieja chaqueta deportiva con el número diecisiete a la espalda. Quizá el haberse quedado sin padre cuando era un niño, y haber perdido a su madre en plena adolescencia, había forjado aquel carácter indómito, como un potro al que es imposible ponerle riendas.
       Me acuerdo que solía decir: "salvo de la muerte, por lo demás no hay que preocuparse; cada problema tiene su solución, y cada camino su final".
     Así que poco me sorprendió el día que me dijo que había aceptado un trabajo como marinero en un barco de pesca.
       -El patrón es amigo mío –me comentó-. Además, mis manos son fuertes, y puedo dar el callo como el que más.
    -Te envidio –le contesté-. A mi me gustaría tener esa determinación para todo. Yo veo una pared enfrente de mí y me bloqueo; no sé cómo abordarla. En cambio tú, si no la rodeas, la escalas, o si no incluso la echas abajo.
       Se rió mucho con mi comentario. Me llamaba Cerebrín, porque siempre andaba buscando historias para mis relatos. "Cerebrín, aquí tienes un buen cuento", me decía cuando le pasaba algo digno de ser narrado. Y se echaba a reír. Porque él no consideraba en absoluto que su vida mereciese un relato, ni siquiera una reflexión. "Hago las cosas porque me gustan. Lo que me sucede no tiene ningún mérito".
       Sin embargo, yo no estaba de acuerdo, y cuando años después le comenté que quería escribir un cuento sobre su vida, me tomó por loco.
       -Me quieres demasiado –contestó.
       Eze se echó a la mar una fría madrugada de marzo, con apenas un café y una tostada en el estómago, "y poco o ningún dinero en el bolsillo". Iban a pescar fletán a un caladero cerca de Canadá, creo, que yo de pesca entiendo más bien poco. El caso es que, semanas después, sucedió que el barco tuvo una avería importante, y no les quedó más remedio que aproximarse a un puerto de la isla de Terranova para intentar arreglar el problema y zarpar cuanto antes de regreso a casa.
       Sin embargo, al parecer el desaguisado había sido bien gordo, porque al poco se recibieron noticias de que la tripulación regresaría en avión desde Saint Jhon’s, en el extremo sudoriental de la isla. Pero cual fue mi sorpresa cuando, al aterrizar la aeronave, sólo uno no había vuelto, y ese uno era mi amigo Eze.
       
       Semanas más tarde de este suceso, recibí una carta fechada en la oficina de correos de Laval, en la provincia de Québec, Canadá. En la misiva, escrita por mi amigo, me decía que había decidido en el último momento no embarcar hacia España. Me contaba también que, con el poquito francés que chapurreaba, había conseguido un trabajo de lavacoches en una estación de servicio próxima a Montreal. "Te tienes que venir", me propuso. Pero yo no podía pagarme el billete de avión, pues como todo el mundo sabrá, el oficio de escritor, salvo contadas excepciones, no da para lujos.
       Su siguiente carta me llegó unos meses más tarde. En ella me contaba que con el dinero que había ganado de lavacoches se había comprado un descapotable de muchas manos, un Ford Thunderbird como el de Thelma y Louise pero de color rojo, y en sus ruedas tenía intención de recorrer América de norte a sur. Así que con gran expectación aguardé a que me llegara la siguiente correspondencia. Lo hizo un par de meses después, desde la ciudad de Nashville, en el estado norteamericano de Tennesse. "Pero cuando la recibas estaré ya camino de Memphis", escribía. 
       No habían pasado dos semanas desde esta última comunicación, cuando recibí de nuevo noticias suyas. Se encontraba cerca de la frontera con Méjico, en una ciudad llamada Laredo. Allí se hablaba mucho español, y decidió quedarse hasta que consiguiese un trabajo para poder culminar su odisea, pues estaba "sin un centavo".
       Eze no tenía quizá el talento para narrar las cosas de manera que un académico de la lengua le diese el visto bueno, pero se hacía entender. Nunca, o pocas veces, se expresaba en pasado. "Para qué preocuparse de algo que ya ha sucedido y que no podemos variar aunque nos empeñemos", reflexionaba. Era un filósofo de la vida.

       Pasó casi un año hasta que volví a saber de mi amigo. Desde Tuluá, en Colombia, rodeado de los altos y nevados picos de los Andes, me contó que había conocido a una bella sudamericana de rasgos indígenas con la que esperaba casarse. La noticia me pareció una bomba. Él, un enamorado de la vida y más inquieto que el rabo de una lagartija, había caído en la tentación de sentar la cabeza. La afortunada se llamaba Graciela y tenía veintidós añitos. "Su piel tiene el color de la arcilla, y su olor y su sabor, a caramelo tostado", escribía
       Y pendiente de nuevas esperé con gran impaciencia la llegada de su próxima carta. Pero pasó un mes, y otro, y otro más, y así hasta tres años sin saber de mi querido amigo. Incluso me acerqué hasta el consulado de Colombia para obtener cualquier indicio que me pusiese sobre la pista de su paradero. A punto estaba de emprender viaje hacia la tierra del café –por no decir otra planta-, cuando de pronto recibí una nueva carta suya.
       Mi amigo se encontraba en Bolivia, concretamente en la zona del altiplano, trabajando en una mina de sal en las cercanías de Uyuni. "Todo me salió mal con mi colombianita", me decía, apenado. Al parecer, su padre no aprobó aquella relación, y como Eze no era un hombre de los que se quedaban a contemplar salir el sol cada mañana, pues decidió coger carretera y manta y fue a parar a aquel salar situado en el culo del mundo.
       Con el poco dinero que tenía en el bolsillo, llenó el depósito de gasolina y dejó atrás aquella mina de mala muerte, según me contó varias semanas después. Como Chile estaba a un paso, atravesó el árido desierto de Atacama y llegó hasta Antofagasta, donde consiguió un empleo en un mercante de bandera liberiana que llevaba destino Nueva Zelanda. Conoció al armador del barco y trabaron una buena amistad. Cuando llegaron a Wellington, en la Isla Norte de Nueva Zelanda, el armador le propuso que fueran socios a partes iguales. Mi amigo, que había vendido su descapotable a un coleccionista por una buena suma de dinero, le compró la mitad del barco.

       Desde entonces, las cartas que recibía de él fueron siendo menos frecuentes, aunque algo más extensas. Tras permanecer casi seis meses en la capital de Nueva Zelanda, donde habían hecho buenos negocios, zarparon hacia Hobart, en la australiana isla de Tasmania. No se entretuvieron mucho en esta ciudad y continuaron hacia Indonesia, cruzaron por el Estrecho de Sonda y arribaron al puerto de Singapur.
       Allí mi amigo y su socio discutieron por una bella joven de origen hindú, y rompieron la sociedad que habían creado. La joven, además, resultó ser menor de edad, y Eze acabó metido en un calabozo de lo más deprimente. Era totalmente injusto, una persona tan buena, tan optimista como él, que tuviese que pasar una temporada en la cárcel. Al final salió absuelto, pero según me dijo se dejó casi todo el dinero en sobornar al juez que llevaba el caso. Era así como funcionaba la justicia en aquel país.
       Así que sin un duro, pero libre al fin y al cabo, dejó la turbulenta Singapur y viajó por todo el sureste asiático en un tren que todavía funcionaba a vapor. El destino le llevó hasta las alturas del Himalaya, en concreto hasta Nepal, donde, a decir verdad, no le recibieron muy bien y no consiguió encontrar trabajo, puesto que los nepalíes al parecer no se mostraban demasiado acogedores con los extranjeros.
       Atravesó días después la frontera entre Nepal e India por una bacheada carretera, con la imponente cumbre del Machapuchare, o Cola de Pescado, como telón de fondo. Llegó hasta Nueva Delhi, la capital, y vagó por los arrabales de la ciudad hasta que pudo encontrar un trabajo de extra en una película. En el rodaje se enamoró de una bailarina musulmana, Rasha, con la que se casó. ''Aquí he encontrado la estabilidad que me faltaba'', me escribía todo convencido.
       Durante varios años fue feliz en la India, compartiendo atardeceres con su hermosa musulmana. Me envió una foto y todo, y he de decir que ninguna descripción le hacía justicia: bella, racial, con unos ojos azul turquesa que se te metían en la sien y ya no podías quitártelos del pensamiento. Sí, después de tanto tiempo parecía que mi amigo por fin había encontrado un destino, y un lugar en el que pasar el resto de sus días.
       Pero la malaria, la terrible y mortal malaria, se llevó a Rasha del mundo de los vivos, y Eze quedó destrozado. Cuando amaba, lo hacía sin reservas, y mucho debió de querer a aquella hermosa musulmana.
       
         Así hasta que un día buen recibí no una carta, sino un telegrama:
               Día 16 vuelvo a casa. Espero verte pronto. Eze.
       Y, en efecto, el dieciséis de aquel mes de febrero, casi quince años después de haberle despedido, volví a abrazar a Eze, mi amigo del alma. Estaba muy cambiado físicamente, como era lógico, aunque por dentro seguía siendo el mismo de siempre.
       -Te traigo buenas historias para tus cuentos –me dijo, sin saber todavía que la historia que más me interesaba era la suya propia.
       Y juntos nos fuimos a celebrar su regreso.
       Días después, mi amigo recibió una gran noticia: como había sido el primer habitante de la villa en dar la vuelta al mundo (o al menos el primero del que se tenía constancia), iban a poner su nombre a un muelle del puerto: Muelle Ezequiel Ramírez, Marino Ilustre, Hijo de esta Excma Villa de *****, rezaba la placa. Mira que había pasado por muchos tragos, pero aquel le pareció el peor de todos; porque le daba mucha vergüenza tener que hablar delante de tanta gente. Me pidió que le escribiera un discurso de agradecimiento, algo a lo que me negué.
       -Habla desde el corazón –le propuse-, y las palabras te saldrán solas.
       Y desde el corazón habló. Al principio se le vio muy nervioso, tan grande como era, y tanto como había vivido, pero pronto comenzó a tejer las palabras y bordar las frases como sólo él sabía hacerlo, con una sabiduría que únicamente la vida te proporciona. Cuando terminó, y después de una salva de aplausos, mi amigo lloró, y a mí se me escaparon también unas lagrimillas que disimulé con un pañuelo como si estuviera constipado.

       Unas semanas después, Eze llegó al final de su camino. Al parecer, de sus viajes no sólo había traído andanzas e historias, sino también alguna maldita enfermedad que le acabó consumiendo poco a poco. No quiero ni acordarme del nombre de tal afección.
       -Bueno –suspiró, poco antes de que llegase su hora, una mañana que fui a visitarle-, nadie dijo que tenía que estar aquí eternamente.
       Ni una lágrima, ni un gesto de disconformidad se dibujó en su rostro. Había sabido vivir, y ahora sabría morir. Yo he de reconocer que lloré muchísimo, pero a escondidas. No quería que mi amigo me viese así de triste. Apuesto a que incluso se hubiera ofendido.
       Le incineraron, como había sido su deseo, y puesto que no tenía familia cercana, fui yo el encargado de recibir sus cenizas para que las esparciese donde quisiera. Entonces embarqué y fui depositando un puñado de sus cenizas en aquellos lugares en los que había estado cuando dio la vuelta al mundo. El gesto me supuso empeñarme de por vida, pero con ello mi corazón quedó en paz.
       Y después de cumplir la misión, volví a este muelle de mi vida desde donde sigo viendo salir los barcos, deseando que sus tripulantes regresen cuanto antes sanos y salvos y con alguna historia bajo el brazo que poder contar a mis lectores.

lunes, 27 de junio de 2016

Ellenid, la Reina de las Flores



Ellerian, aquí la oscuridad no tiene cabida,
el agua brota de los manantiales fresca y pura,
las hojas de los árboles húmedas por el rocío están,
y las fl ores sus pétalos sin temor abren.

¡Oh, flor de vida y luz!
Mil colores bañan este país.
Ellerian en el corazón del Bosque descansa,
alejado de los males que dominan Fuera.

¡Oh, canto de fe y esperanza!
Las estrellas no están colgadas del cielo,
crecen en la verde hierba, nacen en el suelo,
brillan libres en un firmamento de esmeralda.

Ellerian, aquí la oscuridad se ahogó,
y el poder de la vida ejerce su dictadura.
Ellenid, Hija del Bosque, es su reina.
Ellenid, Flor de Lirio, ahora llora.


El Despertar de la Leyenda. Capítulo 9-. Ellenid, la Reina de las Flores
Boceto de Jaime Araújo.

sábado, 25 de junio de 2016

REINOS DE RODANIA: BLENDIA



ESTANDARTE: Simbología; dos ramas de acebo unidas por la base y rodeando la Espada Recia, hallada en Blendia a la llegada de los primeros pobladores. El fondo rojo es la sangre derramada durante el Viaje Interminable.

POBLACIÓN: 320000 (Hombres o Humanos).

SUPERFICIE: 8230 Km2.

IDIOMA: Húmico (o Lengua de los Hombres).

FORMA DE GOBIERNO: Monarquía. Tras la muerte del último rey, Turad XI, el trono lo administra un representante del Consejo, cargo que, a los diez años, o bien se renueva, o bien se reemplaza.

CAPITAL: Ébolem (16100 hab).

CIUDADES: Poblados dispersos. El más importante es Robleda, a orillas del río Duima, con unos 2800 habitantes.

RELIGIÓN: Mitología de Blendia.


MONEDA: Áureo.


ALTITUD MÁXIMA: Monte Piadoso (Residencia de los Dioses) 2055 mts.


ALTITUD MÍNIMA: Nivel del mar.

ORGANIZACIÓN TERRITORIAL: En regiones medio autónomas: Thorangör, Tierras Altas y Blendia Oeste.

LÍMITES: Al norte con el Mar de Sal; al Oeste con la gran región de Tótherem; al este con el Estuario del Duima-Óster; al sur con los Montes de Blendia.

CLIMA: El Noroeste sufre un clima oceánico, con abundantes lluvias (2000 mm) repartidas durante todo el año. La temperatura media de enero es de 6ºC, y la de Julio es 16ºC. El Noreste y el Norte tienen un clima algo más frío, con lluvias generosas también repartidas durante todo el año (1000 mm), aunque con mínimas estivales. Temperatura media de Enero 5ºC, y la de Julio 18ºC. El interior es de clima continental, con lluvias generosas (800 mm) irregularmente repartidas, con un mes o dos de sequía en verano. Temp. Media de Enero 2ºC, y la de Julio 21ºC. En la cordillera predomina el clima de montaña.

ECONOMÍA: Cereales, armas, especias, patatas, frutas, carbón, hierro, barcos, sal, piedra, pescado...


BREVE HISTORIA: Los Místoner fueron los primeros humanos que llegaron a Rodania procedentes del Mundo Extenso. Tras una serie de conflictos, muchos sangrientos, hubo varias escisiones: una de ellas se dirigió hacia el oeste, hacia una tierra ignota que un profeta había predicho que sería su nuevo hogar. El trayecto, sin embargo, fue un tortuoso caminar envuelto en disputas y ataques conocido como el Viaje Interminable. Después de muchos años llegaron por fin a una tierra a la que llamaron Blendia (sobre el origen del nombre hay especulaciones varias). En un campo, entre acebos, hallaron una vieja espada, la Espada Recia, hecho que también había anunciado el profeta. Allí fundaron Ébolem, que pasaría a ser la capital del reino inamovible durante milenios.
       Su auge tuvo lugar durante el comienzo de la Edad de los Imperios. Sostuvieron varias guerras contra Thinangör, su enemigo tradicional y ambos poseedores de poderosas armadas, y llegaron a conquistar su capital, Thin-Nun. Establecieron un dominio bastante extenso por la costa noroccidental de Rodania, y construyeron torres y fortalezas; en cambio, no lograron asentarse. Una epidemia de peste acabó con las esperanzas expansionistas de Blendia, pues redujo su población en un cuarto, especialmente en las zonas más cercanas al mar. Hubo un declive entonces de la actividad naval, hambrunas y una serie de revueltas que acabaron con la dinastía gobernante, la octava, cuyo último rey, Turad XI, tuvo que marchar al exilio. Regresó al poco con una compañía de leales, pero fue derrotado en la llanura de Thorangör. Las heridas del combate acabaron con su vida,  y se interrumpió la línea sucesoria, pues no dejó descendientes. A partir de ese momento se formó el Consejo Regente, que componían caballeros y nobles sobre todo. Nunca volvió a gobernar ningún rey en Blendia.
           Durante el final de la Edad de los Imperios, los blendios se mantuvieron en general alejados de los principales conflictos, y el Reino de la Eterna Tempestad, Númgör, nunca los percibió como una seria amenaza. Sin embargo, cuando se logró alcanzar una alianza contra ese reino malvado, no dudaron en adherirse a ella.

viernes, 24 de junio de 2016

¿Se puede ser un autor que escribe fantasía y a la vez no te guste el rol?

Pues es mi caso.
De niño (y adolescente) me gustaban mucho los juegos de mesa: Monopoly, Hotel, Quién es Quién, Risk... también los de espada y brujería como Hero Quest, o uno que se llamaba Defensores de la Tierra, en el que intervenían personajes como Flash Gordon o el Hombre Enmascarado, con Ming haciendo de malo malísimo. Más adelante, dejaron de interesarme. Tuve algunos acercamientos al rol digamos más serio con compañeros de instituto, pero no pasaron de ahí. Fue, además, la época del auge del rol, los primeros 90. Cierto es que esa fue una etapa en mi vida muy introspectiva, apenas salía de casa y me dediqué, sobre todo, a atesorar conocimientos, metiéndome en los libros y empezando a considerar muy en serio la posibilidad de ser escritor algún día.
Creo que, como todo, habrá diferentes puntos de vista. ¿De dónde me viene esa afición por la fantasía? Bueno, he de decir que tampoco soy un gran entendido, ni me apasiona hasta el punto de considerarme un "friki" en el buen sentido de la palabra. Me gusta, sin más; lo considero un género que ofrece muchas posibilidades al escritor de poder contar lo que le apetezca sin tener que dar muchas explicaciones o caer en datos incorrectos (aunque esto no significa, ni mucho menos, que los libros de fantasía no lleven un trabajo de campo detrás; lo hay, y tan exhaustivo como una novela histórica). Por tanto, mi incursión en el género, salvo un éxito desmedido, se ceñirá a dos únicos libros: El Despertar de la Leyenda y su continuación (de la cual no diré su título por no tenerlo claro todavía). Luego, más adelante, me gustaría abordar otros temas.
Sería un idiota si negase que El Señor de los Anillos fue mi principal fuente de inspiración. Luego, claro, añadí otras, como la mitología y tradiciones cántabras o el cuento clásico, pero nunca dirigí mi mirada al rol. No sé, lo veía demasiado "excesivo". Así que he de confesar mi ignorancia absoluta en el tema. No me llama la atención, ni me motiva jugar, ni ir a reuniones ni a exposiciones ni a convenciones. A lo mejor esto es un hándicap a la hora de escribir fantasía, pues de cuantas más fuentes bebas, más campos explorarás, y, por tanto, tu obra será más fecunda. El rol, además, goza de cierto rigor histórico innegable, se alimenta de las mitologías escandinava y celta, de los poemas épicos o Eddas, de las tradiciones orales.
Según mi punto de vista, y a pesar de todo lo expuesto, se puede ser escritor de fantasía y no gustarte el rol, pero, ¿te puede gustar el rol y no la fantasía? Esto ya lo veo imposible.

jueves, 23 de junio de 2016

Viaje al Centro de la Tierra

"Desciende al cráter del Yocul de Snaeffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra. Yo lo he hecho. Arne Saknusemm" Viaje al Centro de la Tierra. Julio Verne.
Esta frase corresponde al criptograma que el profesor Otto Lidenbrock y su sobrino Axel logran descifrar para adentrarse en uno de los viajes más alucinantes de la literatura universal: Viaje al Centro de la Tierra. Puedo decir, sin temor a equivocarme o exagerar, que se trata de mi libro favorito, y de ahí el nombre de este blog que hoy comienzo. Habré leído esta novela más de diez veces, sin contar las páginas sueltas que he paladeado como miel y a las que he acudido en busca de inspiración. Precisamente el comienzo de mi libro, El Despertar de la Leyenda, es un homenaje a esta obra inmortal, pues empieza de una forma parecida, con una misteriosa nota entre las páginas de un viejo libro que acabará por involucrar al protagonista en un viaje increíble. Afortunadamente, el de mi novela no necesitará tanto tiempo como Lidenbrock y Axel para descifrar el enigma.
LA NOVELA
Viaje al Centro de la Tierra es una historia de aventuras. Pero no sólo de aventuras: hay mucha ciencia, (como en casi todas las obras de Verne), emoción, historia, descripciones geográficas detalladas, incluso amor. Todo comienza, como digo, en la vivienda que el profesor tiene en la calle Königstrasse, en Hamburgo, en la que vive con su sobrino Axel, su ahijada Graüben y Marta, su criada. Un día, Lidenbrock llega a casa con un viejo manuscrito islandés, escrito con caracteres rúnicos, que pretende traducir. Pero esto pasará pronto a un segundo plano, pues entre las páginas del libro encuentra una nota que contiene un criptograma. El sabio Lidenbrock llegará a desesperarse por hallar la solución, que finalmente se produce (por si alguien no ha leído la novela, no diré cómo sucede, ya que es uno de los pasajes más emocionantes). 
El criptograma los acaba mandando, a él y a su sobrino Axel, a Islandia, al centro de la tierra, siguiendo los pasos de un célebre alquimista local llamado Arne Saknusemm. Con la ayuda de un habitante autóctono que contratan, Hans, hombre de pocas palabras pero noble, se dirigirán hasta el volcán Snaefells, cuyo pico más elevado, el Scartaris, les indicará el camino correcto para llegar, vía cráter, al centro del globo. Allí vivirán una increíble experiencia, pues descubrirán un mundo antediluviano bajo nuestro propio mundo. Pero los peligros caminarán permanentemente a su lado, y se verán envueltos en mil y un problemas que resolverán... o no.
EL AUTOR
Julio Verne fue unos de los más grandes escritores del siglo XIX. Sus obras son conocidas en todo el mundo, leídas y releídas por adultos y menos adultos. De la Tierra a la Luna, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días, Los Hijos del Capitán Grant o 20 mil Leguas de Viaje Submarino, son a la literatura científica, en mi humilde opinión, lo que Mozart a la música. Como otros muchos autores contemporáneos, esgrimió la ciencia para apuntalar muchas de sus novelas, y demostró poseer un gran conocimiento geográfico, aparte de filológico. Viajó por todo el mundo, lo que le valió para documentarse. Dotado de una poderosa imaginación, sus descripciones detalladas, y su estilo inconfundible, eminentemente científico pero sencillo a su vez, le hicieron merecedor de numerosos reconocimientos, recibidos no sólo en vida, sino a posteriori. Como muchos escritores, su luz se fue apagando a medida que cumplía años, y su estilo se volvió más tosco y pesimista. Murió en 1905.
Un apunte curioso es que perteneció a una sociedad secreta, la Sociedad de la Niebla, dedicada al ocultismo. ¿Sabéis el nombre del protagonista de La Vuelta al Mundo en Ochenta Días? Phileas Fogg. Si nos fijamos un poco en este nombre, veremos que Phileas viene del latín filius, hijo, y Fogg del inglés fog, niebla. Así pues, y siempre sin asegurarlo porque Julio Verne nunca lo dejó dicho, lo podríamos traducir como Hijo de la Niebla.

INFLUENCIA EN MI NOVELA

Como bien he comentado antes, la influencia de Viaje al Centro de la Tierra es notoria en El Despertar de la Leyenda. Se centra sobre todo en el principio, pues los protagonistas han de resolver un criptograma en el caso de la primera y un acróstico en el de la segunda, siendo éste más sencillo. La manera de cómo encuentran esos enigmas también es similar, pues ambos se hallan entre las páginas de un libro viejo. Asimismo hay semejanza (aunque esto no es exclusivo de la obra de Verne) en el viaje iniciático de los protagonistas, Axel y Edam, ambos jóvenes y, en principio, poco dados a las aventuras.

La forja de un sueño

En el año 1999 comencé un viaje increíble, un viaje que me trasladó, a través de las palabras, a un mundo de fantasía, un viaje que nunca tuve claro adónde me conduciría, o si me llevaría a algún sitio. Hoy, dieciocho años después, puedo asegurar que ese viaje va a llegar pronto a destino. El próximo cuatro de julio, si no hay cambios por parte de la editorial, comenzará la campaña de crowdfunding de El Despertar de la Leyenda en libros.com. En otro post explicaré con detalle en qué consiste el crowdfunding para que no os hagáis líos.
No recuerdo con exactitud el momento en que comencé a escribirla. Lo que sí guardo aún indeleble en mi memoria es que surgió de otra historia, una "novela" en la que estuve trabajando un par de años (con mi vieja Olivetti). Incluso me atreví a enviarla a alguna editorial (escalofriante experiencia vista ahora con la perspectiva de los años, pues estaba llena de tachones y errores de todo tipo). Pero fue un trabajo esencial, unos buenos cimientos para que hoy El Despertar de la Leyenda esté a punto de convertirse en realidad. En apenas cuatro meses escribí el libro, aunque el trabajo duro vino después, con las correcciones y las reescrituras. Me llevé un tremendo disgusto cuando, al intentar guardar la novela en un disquette de los de antes, me desapareció todo el documento y los cambios que había hecho. Tuve que volver a redactar la historia a partir de unas copias antiguas. Muchos años estuve corrigiendo y cambiando cosas, y no la envié a una editorial hasta el año 2009, que me atreví con Ediciones Atlantis. Me contestaron positivamente, incluso con unos elogios desmedidos que me hicieron desconfiar. Y como no me dio buena espina decidí no firmar el contrato y rechazar, por tanto, las mieles de la publicación. La siguiente editorial a la que envié el manuscrito, Mundos Épicos, de David Velasco, también me publicaba la novela, en este caso en forma de coedición (para los neófitos, esto significa que si bien tu corres con los gastos de imprenta, la editorial lleva los de distribución y corrección; es decir, es un trabajo a medias). Los elogios fueron mucho más moderados, lo cual me dio más seguridad, pero la cantidad de dinero que debía aportar era excesiva (dentro de mis posibilidades) y no podía asumirla. También por entonces tenía una especie de orgullo mal entendido que no me permitía publicar el libro si no era en forma de edición pura y dura.
Los meses siguientes fueron un constante enviar mails a las editoriales. La mayoría no me contestó. Hubo, no obstante, una que sí, la desaparecida Editorial AJEC. Hicieron un análisis del libro no muy positivo, rechazándolo de plano, y "acusándome" de autor poco original. Fue un diagnóstico duro, pero también es bueno de vez en cuando escuchar voces críticas, voces que no regalen los oídos sino que te digan que ese no es el camino y que debes tomar otro. El consejo de su editor fue que me olvidara de El Despertar de la Leyenda, que a su juicio no tenía mucho recorrido, y que optase por otra historia más adulta, más de lo que se empezaba ya a poner de moda, tipo Juego de Tronos. Me replanteé muchas cosas, y finalmente decidí abandonar sine die el proyecto.
Durante un año largo no escribí nada y di prioridad a otros aspectos de mi vida. Pero había algo en mí que me acababa empujando hacia el abismo de la escritura, una especie de veneno para el cual no existía antídoto. Tomé el consejo del editor de AJEC y comencé a modelar, a finales de 2010, la continuación de El Despertar de la Leyenda. Se trataba, pues, de darle otro punto de vista, más adulto, más serio, menos "blanco". ¿Lo estaba logrando? A primera vista sí, pero me di cuenta, a su vez, que mi estilo no había variado mucho. Valoré esto como algo positivo. Crear un estilo propio es muy difícil. Dejé, no obstante, esta segunda parte inconclusa, y volví a revisar El Despertar de la Leyenda. Hechos algunos cambios, envié de nuevo el libro a una editorial de renombre, Timun Mas. No me contestaron. Insistí pero esta vez con el formato ebook, aunque las ofertas que recibí me parecieron poco atractivas y poco ilusionantes. Valoré muy seriamente acudir a editoriales de autopublicación como Bubok o Amazon, pero, tras meditarlo bien, tampoco me decidí por este modelo. Y encontré libros.com. Fue el año pasado, 2015, cuando di, por casualidad, con un enlace en twitter. Había visto otros parecidos de editoriales que también utilizaban el crowdfunding para financiarse, pero no les había prestado mucha atención. ¿Y por qué libros.com fue distinto? Porque vi, ya en el primer mensaje, que sabían muy bien lo que querían y cómo hacerlo. Entré en su web y comprobé la profesionalidad con la que trabajaban, así que les envié mi proyecto. Entonces formaba parte del equipo Javi de Ríos, que fue la persona con la que estuve conversando esos días. Me transmitió mucha confianza, pero yo no tenía la fuerza necesaria en aquel momento: mi hermano había recaído de su enfermedad y mi madre estaba también muy mal de salud. Eso, unido al poco entusiasmo que encontré en las dos o tres personas a las que se lo dije, me hizo desistir y aplazar la publicación.
Mi estado de salud se deterioró también, y pasé por una situación muy complicada. Por fortuna pude cogerlo a tiempo y me fui recuperando poco a poco gracias a mucho esfuerzo y fe en mi mismo. Pero a mi alrededor la situación empeoró. Mi hermano estaba ya muy malito y no le quedaba apenas tiempo de vida. En esos días, duros para toda la familia, me llamó Miguel Ángel García, director de producción de libros.com, a la que había vuelto a escribir pero esta vez para ofrecerles un proyecto distinto. No le convenció mucho, y me dio un par de semanas para que le entregase algo más tangible y no sólo una idea. Por desgracia, al poco murió mi hermano, y aparqué mi compromiso con Miguel. Medité durante varios días. En los últimos tiempos había estado muy pendiente de mi hermano, y, ahora que ya no vivía, me encontraba vacío y sin saber qué rumbo tomar. Y volví de nuevo la vista hacia mi vieja compañera, mi amiga, mi confidente más fiel: El Despertar de la Leyenda. No podía dejarla abandonada en un cajón luego de tantos padecimientos que habíamos pasado. Le mandé un mail a Miguel y, finalmente, decidí (decidimos) apostar por El Despertar.
Sé que ha sido mi hermano, un gran lector, el que me ha dado la fuerza para sacar este proyecto adelante. Estoy convencido de que le hubiera gustado la novela. A él estará dedicada.