miércoles, 29 de junio de 2016

En la rama de un árbol...

En la rama de un árbol vivía una hoja. Era una hoja como otra cualquiera; no tenía nada que la distinguiese especialmente de las demás. Bueno sí, era algo más pequeña que la mayoría. No se acordaba demasiado de su nacimiento, en el lejano mes de marzo; sólo que hacía frío, mucho frío, y que había caído una helada tremenda que casi la mata. Pero logró resistir, no como algunas de sus hermanas que no corrieron esa misma suerte.
       El árbol en el que vivía era un roble, un alto, frondoso y fuerte roble que crecía a la orilla de un río. Nuestra hoja residía hacia el medio, tomando la quinta rama a la izquierda si lo mirabas desde el sur; si lo mirabas desde el norte, obviamente era al revés. En esa gran rama, que salía del tronco principal, había otras muchas quimas, y en cada quima, cientos de hojas. Algunas estaban enfermas: o bien tenían una parte seca, o bien les faltaba un lóbulo, o por el contrario era su pecíolo el que se encontraba roto (éstas por lo general no solían sobrevivir muchos días). Pero la mayoría de las hojas gozaba de buena salud. La ilusión de casi todas era llegar hasta los primeros días fríos, cuando el helado viento del norte atacaba sin piedad los bosques caducifolios.

       Era por entonces el final del verano, una fecha en que las hojas de los árboles empiezan ya a ponerse guapas y se tiñen de vivos colores para recibir a su amante: el otoño. Todas estaban muy excitadas; las más madrugadoras, que por lo general eran también las más coquetas, se burlaban de las más tardías, a las que despreciaban. Se producían muchas veces verdaderas batallas entre estas hojas, y desde abajo se escuchaban las voces y los gritos en forma de susurros. Pero esto suele pasar desapercibido para nosotros, los humanos, que no vemos más allá de nuestras narices. Creemos que porque la madre naturaleza nos ha concedido ciertas ventajas sobre los demás seres vivos, eso nos da derecho a menospreciarlos y a pensar que de ninguna manera existen otras sociedades aparte de la nuestra. Las hojas precisamente nos observan, aunque no nos demos cuenta, y nos temen, nos temen muchísimo; somos sus principales enemigos, muy por encima de las orugas o los herbívoros.
       Pero continuemos con la historia de nuestra hoja, que todavía no se había preparado para la llegada del muchachote otoño. Su limbo era aún verde como la esperanza, y ello unido a su pequeño tamaño, la convertían en la burla de su rama.
       -¿A qué espera para teñirse? ¿A que venga una ventolera y se la lleve? –comentaban-. Hay algunas que están en los árboles por estar.
       Pero esto era, naturalmente, envidia. Envidia porque el roble la quería muchísimo, pues le solía enviar más savia que a ninguna. Entonces, si por la mañana caía rocío, entre todas las demás se juntaban para que no le llegase nada (el rocío de la mañana resulta una delicia para las hojas); y si a media tarde el sol calentaba de justicia, se apartaban con toda la mala leche del mundo para ver si le daba una insolación. Y luego se reían a carcajada limpia.

       Un día se levantó un viento terrible, casi huracanado. Todas las hojas se pusieron histéricas, chillando como locas, pues ninguna quería abandonar el árbol antes de recibir al otoño, que además aquel año parecía retrasarse. Nuestra hoja se aferró a su rama, pero como su pecíolo era tan delgado y débil, una ráfaga fortísima acabó separándola del roble y comenzó a volar y a girar.
       Al principio estaba muy asustada, pues temía estrellarse contra otros árboles, o contra el suelo, o contra el tejado de alguna casa, pero pronto le cogió el tranquillo y aprendió a controlar las corrientes de aire. Se elevó mucho, muy por encima de las chimeneas, y atravesó bosques monótonos e inmensos de árboles feos y malvados, de esos que llaman eucaliptos; y deseó con todas sus fuerzas no caer allí y pasar el resto de su corta existencia rodeada de tan crueles enemigos de los bosques caducifolios.
       Sin embargo, a medida que adquiría cierta pericia, pudo esquivar estos eucaliptos, y continuó su periplo por aquella región tan extraña para ella. Pero de pronto, el viento paró, y entonces nuestra pequeña viajera descendió en círculos lentamente. Aterrizó en el jardín de una casa, junto a otras muchas hojas que lloraban desconsoladas. La suerte se puso de su lado al caer cerca de un grifo que tenía una fuga, y así pudo alimentarse y vivir mucho más de lo que hubiera imaginado en un principio. Allí estuvo algunas horas, y conoció a varios humanos. ¡Por las ramas del ciprés, qué descuidados eran! Cuando caminaban, no se preocupaban de mirar al suelo, y nuestra hoja se salvó en alguna que otra ocasión de un aplastamiento casi seguro. Una vez incluso estuvo a punto de acabar en un cesto para ser quemada después, catástrofe esta que no pudieron evitar otras compañeras.
       Hasta ese momento no se había dado cuenta de que a su lado, a sólo unos veinte lóbulos de distancia, se encontraba otra hoja alimentándose del agua que goteaba del grifo. Tenía una pequeña herida en su limbo, pero le debía causar gran dolor porque se quejaba bastante. Nuestra hoja se acercó y se interesó por ella. Se hicieron entonces muy amigas, y ambas se contaron su historia. La otra hoja no estaba allí a causa del viento; bueno, en parte sí, pues hasta ese jardín la había arrastrado una violenta ráfaga de aire. Pero el responsable inicial fue un niño humano que la arrancó de la rama de su árbol natal, un gran castaño. Y aun así tuvo suerte, pues a las demás hojas hermanas con las que compartía rama les produjo desgarros irreparables. Suponía que ya habrían muerto las pobrecillas.

       Por la tarde empezó a levantarse de nuevo la brisa. Las dos hojas intentaron agarrarse a la hierba del suelo, e incluso, en un acto de coraje, juntaron sus extremos para hacer más fuerza. Su aspecto ya comenzaba a tener un tono marrón oscuro, y eso indicaba que el fin de la vida para ellas estaba cercano; pero aun así no querían separarse, pues de veras se necesitaban las dos. Sin embargo, pronto el viento comenzó a soplar con más intensidad, hasta que irremediablemente volvieron a volar. Lamento decir que se alejaron para siempre.
       Nuestra hoja sintió mucho desprenderse de la única amiga que quizá había tenido en su vida, y lloró amargamente, pero debía seguir adelante. Estuvo surcando el cielo casi toda la noche. Algunas veces, cuando la furia del viento se aplacaba, descendía lentamente en círculos hasta posarse sobre algún tejado o incluso algún árbol, pero esto pasaba enseguida. Con las primeras luces del amanecer, ya sedienta y cansada, nuestra sufrida amiga aterrizó encima de una piscina, que estaba situada en el extenso jardín de una gran casa. Al menos pudo alimentarse un poco, aunque aquella agua tenía un sabor ciertamente amargo. Hacia media mañana salieron al jardín los dueños de la casa, humanos por supuesto, y se tumbaron a tomar el sol; por allí rondaba también un niño.
       El mocoso se lanzó a la piscina sin mirar siquiera quién había en ella. Unas olas gigantescas se formaron entonces, y nuestra hoja fue engullida de pronto por aquella terrible Caribdis. Comenzó a hacer esfuerzos extraordinarios intentando salir a la superficie, pero se encontraba muy cansada luego de haber estado volando durante buena parte de la noche. Exhausta, agotada del todo, se dejó ir al fondo de la piscina. Pensó sin duda que ése era su fin, que ya nada tenía que hacer en este mundo. Sin embargo, el mismo niño que la había intentado ahogar pasó buceando muy cerca, y nuestra entrañable protagonista hizo un esfuerzo final para aferrarse a su bañador.
       El precoz nadador salió al rato de la piscina, y con él la hoja superviviente, que instantes después se despegó del bañador y fue a parar al suelo, donde seguía estando expuesta a un sinfín de peligros.
       Mientras, el niño le dijo algo a su madre:
       -Mamá, se me ha salido un hilo del bañador. ¿Qué hago?
       -Tíralo donde la ropa vieja, la del mes pasado, para dárselo a los indigentes.
       -Mamá, ¿qué es un indigente?
       -Un indigente es un pobre, esos seres a los que regalamos lo que nos sobra a los ricos para limpiar nuestra conciencia.
       -Mamá, ¿y qué es la conciencia?
       No hubo respuesta de la mamá.

       De repente, nuestra hoja advirtió una nueva y terrible amenaza que se aproximaba: una escoba, que portaba irresponsablemente una señora vestida de negro y blanco. ¡Zis zas! ¡Zis zas! Desde un lado hasta otro del inmenso jardín pasaba aquella escoba homicida, llevándose por delante todo lo que encontraba en su camino. Además, levantó tal polvareda que casi deja sin respiración a nuestra cansada compañera de aventuras, que en un nuevo arranque de coraje pudo esquivar las feroces acometidas de semejante ariete; y no solo eso, sino que con el aire que produjo la escoba al barrer, se elevó de nuevo y consiguió escapar de aquella prisión de tortura.
        Voló sobre los tejados de unas casas todas iguales; luego lo hizo entre altos edificios en los que incluso podía verse reflejada, y donde no había nada de verde: ni árboles, ni hojas, ni hierba. Y pensó sin duda que aquel era un lugar muy gris y triste, y tuvo miedo entonces de que el viento parara y la depositase allí mismo. Sin embargo, no sucedió así, y continuó volando y volando durante largo tiempo –o al menos eso le pareció a ella-, para más tarde descender delicadamente en un lugar mugriento, donde había también humanos; pero estos no tenían nada que ver con los que había conocido antes: estaban vestidos de forma distinta, con ropa sucia y rota, o llena de remiendos en el mejor de los casos. De pronto, sintió un terremoto a su alrededor, y al rato se vio, junto con otras muchas hojas, haciendo de cama para uno de esos humanos que moraban allí.
       A la mañana siguiente despertó al lado del humano. Sentía un frío gélido, y ni siquiera le aliviaban sus compañeras, que tenían tanto o más frío. Unos instantes después se oyeron unas voces. Varios humanos más se acercaron hasta el que yacía al lado de nuestra hoja. Parecían asustados. Le zarandearon pero no despertaba. Poco después se escuchó un sonido agudo, muy penetrante, y unas extrañas luces parpadeantes aparecieron tras él. Nuevos humanos más, éstos vestidos de blanco, se llevaron a aquel individuo que no había abierto la boca en toda la noche. Nuestra hoja se preguntó qué harían con él, si es que aún se podía hacer algo.
       Entonces, más tarde, un rugido ensordecedor se apoderó del lugar. Todo el suelo temblaba, como si fuera a abrirse una profunda grieta por donde se precipitaría nuestra querida amiga. A continuación surgió otro ruido muy diferente, como de una lluvia torrencial, un sonido éste que le era bastante conocido porque le recordaba las tormentas de verano. Pero al parecer no se trataba de lluvia, no: era una especie de chorro de agua que lo barría todo con gran virulencia; y la zarandeada hoja recibió el impacto directamente, elevándose del suelo unos cuantos metros hasta que de nuevo voló hacia las nubes.

       Y así pasaron las horas, y nuestra entrañable amiga siguió dando tumbos de un lado para otro, viajando entre hormigón y ruidos, descendiendo y ascendiendo según la fuerza con la que soplase el viento, contemplando rostros de la más variada índole, unos felices, otros tristes, la mayoría con expresión indiferente; hasta que, cansada, de veras exhausta, fue a parar al linde de un pequeño bosque, cerca del tronco de un joven abedul, que inmediatamente sintió cariño por la recién llegada. Haciendo una especie de cuenco con una de sus ramas, el abedul recogió un poco del rocío de la mañana y se lo ofreció, algo que nuestra querida amiga aceptó de buen grado, aunque de poco o nada le iba a servir ya a estas alturas.
       Pero no hemos de sentirnos tristes por este esperado final, pues con el paso de los días fue descomponiéndose, y eso sirvió para que el abedul comenzase a crecer alto y fuerte; así que nuestra sufrida compañera de cuento no murió en realidad, sino que su esencia, su alimento, pasó a ser la savia del abedul. Y cuando el abedul se secó muchísimos años después, también se descompuso, y sirvió a su vez como alimento para nuevos árboles y flores. Pues en la naturaleza nadie muere nunca de verdad.

4 comentarios:

  1. Muy bueno!!! La vida de la hoja refleja la de cualquier persona.Y ese final cargado de esperanza en donde la muerte no es el final...

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  2. Muy bueno!!! La vida de la hoja refleja la de cualquier persona.Y ese final cargado de esperanza en donde la muerte no es el final...

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    1. Gracias Azu, sí esa es la moraleja, y además es una manera de demostrarnos que cualquier ser, por frágil que sea, es capaz de lograr grandes cosas...

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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