martes, 28 de junio de 2016

Mi amigo Eze

A los hombres y mujeres de la mar

Durante casi toda mi vida me ha gustado asomarme a la ventana de la mar para ver zarpar los pesqueros. En muchas ocasiones, desde el muelle, les suelo gritar:
       -¡Tened buena pesca, y volved pronto!
       Entre el ruido del motor, las propias voces de los marineros y los gritos de las gaviotas, dudo mucho que me oigan.
       La historia que voy a contar comenzó en uno de esos barcos. Mi amigo Ezequiel, a quien yo llamaba con cariño Eze, había decidido enrolarse en uno que pronto se haría a la mar.
       Eze era un mocetón alto y fuerte, de mirada tranquila y hablar pausado. Tenía un tatuaje en el antebrazo izquierdo, a la altura del pecho, que representaba un sol, debajo del cual podía leerse la siguiente leyenda: "aunque llueva, siempre saldrá el sol para mí". Era uno de esos tipos que suele haber en cada pueblo, tan noble que jamás emplearía su fuerza bruta para hacer daño a los demás. Le gustaba mirar siempre hacia delante, y no le importaba tirar del hilo para ver lo que encontraba al final. A veces, de repente, sin parar a pensárselo, se ponía en la cuneta de la carretera a hacer dedo y se iba a recorrer pueblos y fiestas, llevando únicamente en la mano una vieja chaqueta deportiva con el número diecisiete a la espalda. Quizá el haberse quedado sin padre cuando era un niño, y haber perdido a su madre en plena adolescencia, había forjado aquel carácter indómito, como un potro al que es imposible ponerle riendas.
       Me acuerdo que solía decir: "salvo de la muerte, por lo demás no hay que preocuparse; cada problema tiene su solución, y cada camino su final".
     Así que poco me sorprendió el día que me dijo que había aceptado un trabajo como marinero en un barco de pesca.
       -El patrón es amigo mío –me comentó-. Además, mis manos son fuertes, y puedo dar el callo como el que más.
    -Te envidio –le contesté-. A mi me gustaría tener esa determinación para todo. Yo veo una pared enfrente de mí y me bloqueo; no sé cómo abordarla. En cambio tú, si no la rodeas, la escalas, o si no incluso la echas abajo.
       Se rió mucho con mi comentario. Me llamaba Cerebrín, porque siempre andaba buscando historias para mis relatos. "Cerebrín, aquí tienes un buen cuento", me decía cuando le pasaba algo digno de ser narrado. Y se echaba a reír. Porque él no consideraba en absoluto que su vida mereciese un relato, ni siquiera una reflexión. "Hago las cosas porque me gustan. Lo que me sucede no tiene ningún mérito".
       Sin embargo, yo no estaba de acuerdo, y cuando años después le comenté que quería escribir un cuento sobre su vida, me tomó por loco.
       -Me quieres demasiado –contestó.
       Eze se echó a la mar una fría madrugada de marzo, con apenas un café y una tostada en el estómago, "y poco o ningún dinero en el bolsillo". Iban a pescar fletán a un caladero cerca de Canadá, creo, que yo de pesca entiendo más bien poco. El caso es que, semanas después, sucedió que el barco tuvo una avería importante, y no les quedó más remedio que aproximarse a un puerto de la isla de Terranova para intentar arreglar el problema y zarpar cuanto antes de regreso a casa.
       Sin embargo, al parecer el desaguisado había sido bien gordo, porque al poco se recibieron noticias de que la tripulación regresaría en avión desde Saint Jhon’s, en el extremo sudoriental de la isla. Pero cual fue mi sorpresa cuando, al aterrizar la aeronave, sólo uno no había vuelto, y ese uno era mi amigo Eze.
       
       Semanas más tarde de este suceso, recibí una carta fechada en la oficina de correos de Laval, en la provincia de Québec, Canadá. En la misiva, escrita por mi amigo, me decía que había decidido en el último momento no embarcar hacia España. Me contaba también que, con el poquito francés que chapurreaba, había conseguido un trabajo de lavacoches en una estación de servicio próxima a Montreal. "Te tienes que venir", me propuso. Pero yo no podía pagarme el billete de avión, pues como todo el mundo sabrá, el oficio de escritor, salvo contadas excepciones, no da para lujos.
       Su siguiente carta me llegó unos meses más tarde. En ella me contaba que con el dinero que había ganado de lavacoches se había comprado un descapotable de muchas manos, un Ford Thunderbird como el de Thelma y Louise pero de color rojo, y en sus ruedas tenía intención de recorrer América de norte a sur. Así que con gran expectación aguardé a que me llegara la siguiente correspondencia. Lo hizo un par de meses después, desde la ciudad de Nashville, en el estado norteamericano de Tennesse. "Pero cuando la recibas estaré ya camino de Memphis", escribía. 
       No habían pasado dos semanas desde esta última comunicación, cuando recibí de nuevo noticias suyas. Se encontraba cerca de la frontera con Méjico, en una ciudad llamada Laredo. Allí se hablaba mucho español, y decidió quedarse hasta que consiguiese un trabajo para poder culminar su odisea, pues estaba "sin un centavo".
       Eze no tenía quizá el talento para narrar las cosas de manera que un académico de la lengua le diese el visto bueno, pero se hacía entender. Nunca, o pocas veces, se expresaba en pasado. "Para qué preocuparse de algo que ya ha sucedido y que no podemos variar aunque nos empeñemos", reflexionaba. Era un filósofo de la vida.

       Pasó casi un año hasta que volví a saber de mi amigo. Desde Tuluá, en Colombia, rodeado de los altos y nevados picos de los Andes, me contó que había conocido a una bella sudamericana de rasgos indígenas con la que esperaba casarse. La noticia me pareció una bomba. Él, un enamorado de la vida y más inquieto que el rabo de una lagartija, había caído en la tentación de sentar la cabeza. La afortunada se llamaba Graciela y tenía veintidós añitos. "Su piel tiene el color de la arcilla, y su olor y su sabor, a caramelo tostado", escribía
       Y pendiente de nuevas esperé con gran impaciencia la llegada de su próxima carta. Pero pasó un mes, y otro, y otro más, y así hasta tres años sin saber de mi querido amigo. Incluso me acerqué hasta el consulado de Colombia para obtener cualquier indicio que me pusiese sobre la pista de su paradero. A punto estaba de emprender viaje hacia la tierra del café –por no decir otra planta-, cuando de pronto recibí una nueva carta suya.
       Mi amigo se encontraba en Bolivia, concretamente en la zona del altiplano, trabajando en una mina de sal en las cercanías de Uyuni. "Todo me salió mal con mi colombianita", me decía, apenado. Al parecer, su padre no aprobó aquella relación, y como Eze no era un hombre de los que se quedaban a contemplar salir el sol cada mañana, pues decidió coger carretera y manta y fue a parar a aquel salar situado en el culo del mundo.
       Con el poco dinero que tenía en el bolsillo, llenó el depósito de gasolina y dejó atrás aquella mina de mala muerte, según me contó varias semanas después. Como Chile estaba a un paso, atravesó el árido desierto de Atacama y llegó hasta Antofagasta, donde consiguió un empleo en un mercante de bandera liberiana que llevaba destino Nueva Zelanda. Conoció al armador del barco y trabaron una buena amistad. Cuando llegaron a Wellington, en la Isla Norte de Nueva Zelanda, el armador le propuso que fueran socios a partes iguales. Mi amigo, que había vendido su descapotable a un coleccionista por una buena suma de dinero, le compró la mitad del barco.

       Desde entonces, las cartas que recibía de él fueron siendo menos frecuentes, aunque algo más extensas. Tras permanecer casi seis meses en la capital de Nueva Zelanda, donde habían hecho buenos negocios, zarparon hacia Hobart, en la australiana isla de Tasmania. No se entretuvieron mucho en esta ciudad y continuaron hacia Indonesia, cruzaron por el Estrecho de Sonda y arribaron al puerto de Singapur.
       Allí mi amigo y su socio discutieron por una bella joven de origen hindú, y rompieron la sociedad que habían creado. La joven, además, resultó ser menor de edad, y Eze acabó metido en un calabozo de lo más deprimente. Era totalmente injusto, una persona tan buena, tan optimista como él, que tuviese que pasar una temporada en la cárcel. Al final salió absuelto, pero según me dijo se dejó casi todo el dinero en sobornar al juez que llevaba el caso. Era así como funcionaba la justicia en aquel país.
       Así que sin un duro, pero libre al fin y al cabo, dejó la turbulenta Singapur y viajó por todo el sureste asiático en un tren que todavía funcionaba a vapor. El destino le llevó hasta las alturas del Himalaya, en concreto hasta Nepal, donde, a decir verdad, no le recibieron muy bien y no consiguió encontrar trabajo, puesto que los nepalíes al parecer no se mostraban demasiado acogedores con los extranjeros.
       Atravesó días después la frontera entre Nepal e India por una bacheada carretera, con la imponente cumbre del Machapuchare, o Cola de Pescado, como telón de fondo. Llegó hasta Nueva Delhi, la capital, y vagó por los arrabales de la ciudad hasta que pudo encontrar un trabajo de extra en una película. En el rodaje se enamoró de una bailarina musulmana, Rasha, con la que se casó. ''Aquí he encontrado la estabilidad que me faltaba'', me escribía todo convencido.
       Durante varios años fue feliz en la India, compartiendo atardeceres con su hermosa musulmana. Me envió una foto y todo, y he de decir que ninguna descripción le hacía justicia: bella, racial, con unos ojos azul turquesa que se te metían en la sien y ya no podías quitártelos del pensamiento. Sí, después de tanto tiempo parecía que mi amigo por fin había encontrado un destino, y un lugar en el que pasar el resto de sus días.
       Pero la malaria, la terrible y mortal malaria, se llevó a Rasha del mundo de los vivos, y Eze quedó destrozado. Cuando amaba, lo hacía sin reservas, y mucho debió de querer a aquella hermosa musulmana.
       
         Así hasta que un día buen recibí no una carta, sino un telegrama:
               Día 16 vuelvo a casa. Espero verte pronto. Eze.
       Y, en efecto, el dieciséis de aquel mes de febrero, casi quince años después de haberle despedido, volví a abrazar a Eze, mi amigo del alma. Estaba muy cambiado físicamente, como era lógico, aunque por dentro seguía siendo el mismo de siempre.
       -Te traigo buenas historias para tus cuentos –me dijo, sin saber todavía que la historia que más me interesaba era la suya propia.
       Y juntos nos fuimos a celebrar su regreso.
       Días después, mi amigo recibió una gran noticia: como había sido el primer habitante de la villa en dar la vuelta al mundo (o al menos el primero del que se tenía constancia), iban a poner su nombre a un muelle del puerto: Muelle Ezequiel Ramírez, Marino Ilustre, Hijo de esta Excma Villa de *****, rezaba la placa. Mira que había pasado por muchos tragos, pero aquel le pareció el peor de todos; porque le daba mucha vergüenza tener que hablar delante de tanta gente. Me pidió que le escribiera un discurso de agradecimiento, algo a lo que me negué.
       -Habla desde el corazón –le propuse-, y las palabras te saldrán solas.
       Y desde el corazón habló. Al principio se le vio muy nervioso, tan grande como era, y tanto como había vivido, pero pronto comenzó a tejer las palabras y bordar las frases como sólo él sabía hacerlo, con una sabiduría que únicamente la vida te proporciona. Cuando terminó, y después de una salva de aplausos, mi amigo lloró, y a mí se me escaparon también unas lagrimillas que disimulé con un pañuelo como si estuviera constipado.

       Unas semanas después, Eze llegó al final de su camino. Al parecer, de sus viajes no sólo había traído andanzas e historias, sino también alguna maldita enfermedad que le acabó consumiendo poco a poco. No quiero ni acordarme del nombre de tal afección.
       -Bueno –suspiró, poco antes de que llegase su hora, una mañana que fui a visitarle-, nadie dijo que tenía que estar aquí eternamente.
       Ni una lágrima, ni un gesto de disconformidad se dibujó en su rostro. Había sabido vivir, y ahora sabría morir. Yo he de reconocer que lloré muchísimo, pero a escondidas. No quería que mi amigo me viese así de triste. Apuesto a que incluso se hubiera ofendido.
       Le incineraron, como había sido su deseo, y puesto que no tenía familia cercana, fui yo el encargado de recibir sus cenizas para que las esparciese donde quisiera. Entonces embarqué y fui depositando un puñado de sus cenizas en aquellos lugares en los que había estado cuando dio la vuelta al mundo. El gesto me supuso empeñarme de por vida, pero con ello mi corazón quedó en paz.
       Y después de cumplir la misión, volví a este muelle de mi vida desde donde sigo viendo salir los barcos, deseando que sus tripulantes regresen cuanto antes sanos y salvos y con alguna historia bajo el brazo que poder contar a mis lectores.

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